Con estas palabras, yo, un mero hombre, acontezco frente a ti, quien sabe hablar de una mujer y de nada más.
Nado a la deriva en el lodazal de la lujuria y temo a las mareas, una maldición engendrada por mi mortal destino, ahogado del horizonte el fulgente aliento y del agua la suculenta médula.
La piedad de mi destino es la de un tirano.
Aún así, en la oleada de la oscuridad sumergida en silencio, su tundra susurra a mi piel, y en aquel momento, bebo el néctar de los dioses. En la nada contengo mi aliento y la comprendo frente a mí, y en las cavernas de su carne, emerjo como el Rey sin Aliento.
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